lunes, 30 de julio de 2007

Prisionero del Imperio Otomano


Perdonen que hay desaparecido del ciberespacio algunas semanas más de lo habitual. Si tuviera que responsabilizar a alguien de mi ausencia el culpable número uno sería Alejandro pues de pronto se le ocurrió ponerse a escribir sobre temas que le gustan. Si no es “el mal” es el “cambio climático” o el “genocidio en Ruanda”. Domina el ordenador como un dictador y ni siquiera me da unas moneditas para ir al locutorio más cercano arguyendo que es por mi seguridad. Me dice —espera Scorch, ten paciencia, recuerda que no tienes papeles y si te pesca un tío de esos de la guardia urbana vamos a tener problemas, ve como tratan a los marroquíes o a los bolivianos —.

Como un puercoespín zen he tenido paciencia y ahora que Alejandro duerme puedo contarles y desahogar mi pequeña alma sobre un evento que nos ocurrió ya hace algunos meses. Antes de continuar quisiera dedicar este humilde juego de letras a Sara, que vivió (aún más que nosotros) en carne propia la barbarie de la segregación y de la obsesión por la seguridad que reina en los dichosos países del primer mundo.

Todo empezó con las ganas de Gaby, Patu y Gordu por conocer el Cuerno de Oro que dicen forma Estambul vista desde el Bósforo y que Alejandro también leyó de una novela titulada Bizancio de Stephen Lawhead. La magia del Internet y de del dinero electrónico nos dieron los pases para ir a la ciudad que tanto me daba risa por que rimaba con manopla, Constantinopla.

Como nuestros demás viajes, lo único que provocó quejas en Alejandro fueron los incómodos asientos de avión. Pensamos que nada sería peor que tres horas incómodos en un avión, pero estuvimos equivocados pues el destino nos tenía preparados 34 horas de detención en el aeropuerto Atatürk.

Como todas las tragedias la nuestra empezó con un desborde de alegría por haber aterrizado y de no encontrarnos en la lista de las nacionalidades que necesitaban visa para entrar a Turquía. Y bueno, no estábamos en la lista de los ciudadanos que requieren visa normal, pero si que estábamos en la que requiere visa consular y para tener una visa consular había que regresar a Madrid.

Nuestra alegría se esfumó tan rápido como los top mantas que recogen sus mercancías ante el pitazo de que viene la policía. Como Alejandro era el único que sabía hablar en el idioma del enemigo (inglés, no turco) a través de él nos enteramos de que nos iban a regresar a Barcelona y que la única opción de que pudiéramos pasar requeriría de la intervención de la agencia de viajes que nos vendió los paquetes turísticos. Creyéndoles esta última promesa nos dejamos arrastrar hacia lo que parecía una comisaría de policía donde nos tomaron declaración de todos los bienes que llevábamos. Entre nuestro equipaje teníamos cosas tan diversas como pan de mixcalco (acabado de mandar por la mamá de Alejandro), alas de mosca con hijas de hinojo y un provocador libro que iba leyendo Alejandro de título nada sugestivo (El atentado de Yasmina Khadra).

Yo temblaba de miedo dentro de la chamarra de Alejandro y a través del cierre sólo podría distinguir las caras de angustia de Sara y Gaby, que sin saber inglés estaban expensas al inglés aturcado de nuestros captores y a la traducción de Alejandro.

Cuando volví asomarme ya no pude ver a las chicas y a su vez ante mi aparecieron hombres que luego me enteré estaban en situación parecida a la nuestra. Venían de países tan raros como Uzbekistán y tan comunes como Rumania o los Estados Unidos. Cada uno tenía una historia diferente que contar y para escucharlos todos se reunían alrededor de una mesa con tabaco en mano.

Tenía las piernas aturdidas del miedo y no me animé a salir hasta que Alejandro comprobó que no había peligro. Así pude ver que el cuarto estaba dotado de cámaras de video vigilancia, tenía tres baños y dos regaderas, Había unos quince sillones cama que sólo podían desdoblarse a partir de las diez de la noche y hasta las ocho de la mañana. Había también un teléfono público y una televisión que vomitaba programas en turco.

Alejandro me confirmó que Sara, Gaby, Patu y Gordu estaban en una celda contigua y que estaban bien. Lo que no supo decirme es cuándo saldríamos. Las horas pasaron y como no sabían de mi existencia los guardias nada más le trajeron comida a Alejandro. Yo hice lo posible para que las moscas que llevaba me aguantaran lo más posible.

Como ya dije, pasaron 34 horas para que pudiéramos salir. Según me enteré después también salimos gracias a 113 euros de llamadas y mensajes de texto y a la providencial ayuda de nuestros amigos en Barcelona.

No ha sido fácil pasar la página de esa experiencia pero creo que escribirla me ayudará ahuyentar a las serpientes turcas que luego aparecen en mis sueños. Bueno, Alejandro ha despertado y creo que si piensa escribir en su tesis sobre esos abusos vale la pena dejarle un rato el ordenador para ver si en un futuro las estaciones migratorias de los aeropuertos dejan de existir.