lunes, 19 de noviembre de 2007

Scorchy de Arabia, el gladiador




¿Ustedes le creerían Alejandro si un día les dice —Mañana estaremos en el desierto Scorch? Yo no. Y menos si pone esa cara de seriedad aventurera que te hace dudar si te está haciendo una jugarreta para hacerte repelar o quiere que te prepares para la aventura. Cuando dijo — Te he comprado unos dátiles para el camino, pero si quieres proteína mejor que caces algunas moscas en el Zoco de Marrakech — supe que estaba hablando en serio y días de aventura se cernían sobre nosotros. Así que después de dos días abandonamos el orden del caos de Marrakech.

Antes de continuar el relato, haré un breve paréntesis para contarles de nuestro chofer, guía y amigo Assis. Sucede que los expedicionarios catalano-mexicanos tenían la loca idea de rentar dos autos y recorrer las carreteras de Marruecos guiados por unos mapas sacados de Internet, su intuición y quizás un astrolabio. Al llegar al aeropuerto les comentaron que esa no era la mejor de las ideas y que dado que nunca habíamos estado en el país lo más recomendable era rentar una furgoneta y dejar que un guía nos condujera por los agrestes caminos marroquíes (que dicho sea de paso están mejor asfaltados que los mexicanos). Fue de esta manera como ese joven marroquí, curioso de la mujer occidental, religioso y simpático se unió a nuestra marcha magrebí.

Nuestra primera parada fueron las gargantas de Todrá y Dadés. Unos impresionantes desfiladeros que han labrado durante milenios los ríos en el alto Atlas dejaron en silencio a los aventureros. Mientras tomaban fotos y caminaban meditabundos yo pude llenar unas botellitas con agua fresca de la montaña para prepararme para la sequedad del desierto, pues los puercoespines no estamos acostumbrados a los climas secos.

La última parada antes llegar desierto fue en Aitt Benhaddou. Seguro no les dice nada el nombre (a nosotros tampoco en el momento) pero cuando nos contaron que era la kasbah mejor conservada del mundo musulmán y que por eso fue aprovechada como locación para películas como Lawrence de Arabia y Gladiador todo hizo sentido para mí. Sin ningún problema me vi atrapado junto con Maximus en el mercado de esclavos y luchando con él en el coliseo de su primera batalla. También pude situarme perfectamente en el lugar de Lawrence mientras negociaba con los imperialistas ingleses rodeado de jeques.

En menos de lo que lo que un bereber ofrece sus mercaderías, el paisaje mutó de rocas a arena. Esto quería decir que habíamos llegado al final de los 500 kilómetros que separan Merzouga de Marrakech. La carretera se lleno de granitos de arena, anuncios de pensiones y bolas de paja como en las caricaturas del coyote y el correcaminos. De pronto Assis dio un volantazo y nos internamos en un desierto de arena negruzca. Anduvimos unos cinco minutos y, como si fueran un oasis, las casitas de Merzouga empezaron a aparecer en el horizonte. Llegamos a las cuatro de la tarde y el calor ya había bajado a ¡nada más 46 grados!

Llegamos a la pensión y un singular hombre que se hacía llamar Hassan “El rey del desierto” nos anunció que nuestro viaje por el desierto lo haríamos de noche. Aunque hubo protestas en el grupo, pues muchos querían ver el atardecer en el Erg Chebbie (la puerta del Sahara), se aceptó la decisión y después de un descanso acalorado vimos caer la noche en la orilla del desierto de dunas. Yo descubrí que a ras de arena saltaban unos grillos que tenían un sabor seco y penetrante.

Para mi sorpresa la expedición la hicimos a lomo de dromedario. Alejandro se maravilló de descubrir que la profesión de camellero seguía existiendo y yo me sorprendí de lo malgeniudos que eran los amigos jorobados. Aunque pensándolo bien, supongo que yo también estaría molesto si mi trabajo fuera cargar turistas gritones que se sienten más seguros dentro un auto que sobre su giba. Como el trayecto duró poco más de dos horas pude platicar con uno que se llamaba Jimmy Hendrix y me sorprendió su sabiduría. Me explicó como leyendo las estrellas y saboreando el viento se podía guiar por las escurridizas dunas.

Lo mejor de la aventura en el desierto, además de los traseros adoloridos de mis amigos viajantes (Ja!) fue dormir al aire libre a mitad del desierto con las estrellas como único techo. Voy a confesarles que no veo mucho las estrellas debido a que el manto estelar me hace sentir aún más diminuto de lo que soy. Pero esta vez parecía como si estuvieran imantadas y fuera imposible quitar la vista de ellas. Como bien dijo Alejandro —este es uno de esos momentos para los que el único homenaje posible es el silencio. Y lo fue hasta que amaneció.