lunes, 24 de diciembre de 2007

Bon nadal!


Los puercoespines no tenemos navidad, de hecho creo que ningún animal la celebra. Consumir y comprar para celebrar el nacimiento de un Dios me parece tan raro como la idea misma de un ser superior que todo lo ve y lo juzga. A pesar de eso, me he dado cuenta de que con pretexto de la navidad las sonrisas son más frecuentes en los adultos, las parejas pasean de la mano, los amigos se hablan por teléfono, se planean grandes comilonas, en los niños se ve un brillo de ilusión más intenso que en otras épocas, hasta Alejandro tararea villancicos de su infancia de manera inconsciente. También hay muchos foquitos y canciones, y como bien saben la luz y los sonidos emocionan mucho a los puercoespines.

Así que me uno al llamado “espíritu navideño” que invade estas latitudes mediterráneas y haciendo uso de este fantástico blog enviaré un espinoso y fraterno abrazo a todos los lectores, no lectores, amigos, enemigos, familiares, conocidos y demás entes que hayan o no pasado su vista por esta bitácora viajera y espinada. Todos mis compañeros de viaje en esta expedición barcelonesa (Ver foto, sólo falta Alejandro) se unen a mi felicitación y la enriquecen deseándoles un feliz año lleno de música y foquitos.

Granada que está ensangrentada




—¿Pero por qué no volvemos ya a Barcelona? — le pregunté a Alejandro en el Ferry de Tánger a Algeciras.

—Tengo un asunto pendiente con Granada. No te he contado pero mi abuelo solía llamarme “el flaco de oro” en honor del compositor de la canción “Granada”. Es una canción famosa ¿recuerdas que le gusta mucho al capitán y que la interpreta uno de esos señores que cantan muy grave?

No pude tararear la tonada pero recordé que en la letra pero había una parte que decía algo sobre una ciudad ensangrentada.

—Esa misma mi querido puercoespín, tienes buena memoria. También habla sobre mujeres que conservan el embrujo de los ojos moros, a ver si encontramos algunas. — continuó con la explicación y me prometió que con tan sólo ver la ciudad entendería más la canción.

Les cuento que Granada es una ciudad bastante pequeña, incluso en comparación con Barcelona. Tiene tres barrios principales. El Sacromonte, que según la guía turística era el barrio gitano. El Realejo o barrio judío; y el Albaycin o barrio moro. Como es nuestra costumbre caminamos casi todo el día y no paramos hasta que nos rugiera la tripa de hambre o se nos secara la lengua por deshidratación.

Recorrimos los tres barrios pero quizás debido a la vibra morisca que traíamos pegada paseamos más por el Albaycín y sus callejuelas empinadas y laberínticas. Entramos a sus teterías famosas y descansamos en sus pequeñas plazas donde se juntaban músicos a tocar flamenco. También era el mejor lugar para ver la majestuosa Alhambra, que según Alejandro acababa de perder una clase de concurso para ser una de las Maravillas del Mundo.

Al ver la Alhambra con la luz del atardecer comprendí porque el tal Agustín Lara escribió eso de la ciudad ensangrentada. Alguien nos dijo que el color rojizo de la Alhambra podía deberse a las guerras entre moros y cristianos que empaparon el suelo de sangre o bien a la cantidad de hierro que tiene la piedra granadina. Yo me inclino por la primera explicación aunque es cierto que los insectos granadinos sabían un poco a metal.

Todo lo que no dormimos en Marruecos lo dormimos en Granada y por ese gran vicio que tiene Alejandro de dormir plácidamente hasta altas horas de la mañana, nos perdimos la entrada al palacio de la Alhambra con todo y las 3 horas de fila que hicimos. Nuestro esfuerzo sólo nos valió entrar a los jardines y al Palacio del Generalife donde había unas plantitas deliciosas y Alejandro se puso en su fase meditabunda que se extendió durante todo el día.

Para contrarrestar el calor veraniego fuimos un día a la ciudad costera de Salobreña donde Alejandro fue picado por un par de medusas que lo obligaron a permanecer como lagartija en la playa mientras yo construía castillos de arena.


lunes, 10 de diciembre de 2007

miércoles, 5 de diciembre de 2007

Assalemu Aleikum


Después de ocho días en suelo Magrebí casi todos chapuceaban alguna frase en árabe o en francés. Sabíamos que en cada ciudad habría una kasbah y un zoco, que los berebers harían lo imposible para vendernos lo más insignificante y que el té de menta sabía mejor sin azúcar. Por mi parte cada vez que me encontraba un perro o un caballo los saludaba con un “Assalemu Aleikum”.

Salimos del desierto muy temprano para evitar la escalada de calor. Fue una sabia decisión de Assis pues el próximo punto en nuestro mapa, Ikfrane, estaba encaramado en la montaña y en invierno es un puerto de ski. Hubiera sido divertido, aunque no creo que muy saludable, pasar de los 44 grados a los cero y de la arena a la nieve. Por desgracia, en verano Ikfrane no tenía nieve y la diferencia de temperatura no fe tan drástica. Aún así, las diferencias arquitectónicas, gastronómicas y de estilo de vida eran abismales. En Ikfrane no había jaimas ni casas de piedra color sepia. La ciudad estaba repleta de casas a doble agua como si fuera un pueblito de Suecia. No encontré esas langostas tan ricas que había en el desierto y las moscas no eran tan abundantes. Así que me tuve que conformar con las piñas que caían de las coníferas y unos insectos parecidos a las cigarras. La gente iba más elegante. Parecía como si la pobreza fuera un enfermedad del calor y que en el frío la gente podía tener autos y casas grandes. Para que el pobre Assis pudiera descansar pernoctamos en un camping y salimos a la mañana siguiente hacia la ciudad imperial de Fez.

Fez cuenta con un barrio periférico digno de cualquier ciudad latinoamericana, con bancos, comercios pequeños, casas pequeñas, McDonald’s y antenas de celulares. Pensamos que el mote de “ciudad imperial” le quedaba chico hasta que nos sumergimos en su centro. El zoco era un mezcla de Tepito con un mercado de la Edad Media lleno de colores, olores y sabores. Alejandro y compañía hicieron las últimas compras del viaje y yo me dedique a abastecerme de las abejas que se quedaban pegadas a los dulces berebers.

En Fez se pudieron satisfacer dos de los deseos que compartían la mayoría de los viajantes: visitar el interior de una mezquita y de una madrasa. Como cuando te comes una semilla y te salen dos. Hicimos la visita en el mismo día. La madrasa es muy parecida a los conventos, con celdas pequeñas y patios grandes y luminosos. Alejandro me comentó que seguramente se debía a que se necesita tranquilidad de espíritu y silencio para desenredar los versos crípticos de cualquier texto considerado como sagrado ya sea el Corán, la Biblia o la Torá. Como casi siempre hago cuando empieza a hablar de religiones, me alejé lentamente pues es un tema que no entiendo. Sin quererlo, al huir me escurrí dentro de una mezquita justo a la hora del rezo. Como no quería ser irrespetuoso y parecer un turista que cree que las mezquitas son, igual que las iglesias cristianas, centros de interés turístico simplemente imité a los fieles que se tendían sobre sus tapetes con devoción y me puse a rezar. Nadie notó mi presencia y al terminar pude alcanzar al grupo que ya se dirigía rumbo a un mausoleo que en su tiempo fue mezquita. Fingí estar impresionado de estar dentro de una mezquita. No compartí mi secreto mas que con Alejandro y se puso tan contento con mi respeto que me compró casi 300 g. de dátiles.


A día siguiente fuimos a Meknes, una ciudad muy parecida a Fez, pero en escala un poco menor. Pasamos como japoneses por la ciudad pues al día siguiente teníamos que salir a las 3:00 a.m. rumbo a Tánger, donde tomaríamos el ferry de vuelta a España. Nos esperaba la última parada del viaje: Granada.