miércoles, 5 de diciembre de 2007

Assalemu Aleikum


Después de ocho días en suelo Magrebí casi todos chapuceaban alguna frase en árabe o en francés. Sabíamos que en cada ciudad habría una kasbah y un zoco, que los berebers harían lo imposible para vendernos lo más insignificante y que el té de menta sabía mejor sin azúcar. Por mi parte cada vez que me encontraba un perro o un caballo los saludaba con un “Assalemu Aleikum”.

Salimos del desierto muy temprano para evitar la escalada de calor. Fue una sabia decisión de Assis pues el próximo punto en nuestro mapa, Ikfrane, estaba encaramado en la montaña y en invierno es un puerto de ski. Hubiera sido divertido, aunque no creo que muy saludable, pasar de los 44 grados a los cero y de la arena a la nieve. Por desgracia, en verano Ikfrane no tenía nieve y la diferencia de temperatura no fe tan drástica. Aún así, las diferencias arquitectónicas, gastronómicas y de estilo de vida eran abismales. En Ikfrane no había jaimas ni casas de piedra color sepia. La ciudad estaba repleta de casas a doble agua como si fuera un pueblito de Suecia. No encontré esas langostas tan ricas que había en el desierto y las moscas no eran tan abundantes. Así que me tuve que conformar con las piñas que caían de las coníferas y unos insectos parecidos a las cigarras. La gente iba más elegante. Parecía como si la pobreza fuera un enfermedad del calor y que en el frío la gente podía tener autos y casas grandes. Para que el pobre Assis pudiera descansar pernoctamos en un camping y salimos a la mañana siguiente hacia la ciudad imperial de Fez.

Fez cuenta con un barrio periférico digno de cualquier ciudad latinoamericana, con bancos, comercios pequeños, casas pequeñas, McDonald’s y antenas de celulares. Pensamos que el mote de “ciudad imperial” le quedaba chico hasta que nos sumergimos en su centro. El zoco era un mezcla de Tepito con un mercado de la Edad Media lleno de colores, olores y sabores. Alejandro y compañía hicieron las últimas compras del viaje y yo me dedique a abastecerme de las abejas que se quedaban pegadas a los dulces berebers.

En Fez se pudieron satisfacer dos de los deseos que compartían la mayoría de los viajantes: visitar el interior de una mezquita y de una madrasa. Como cuando te comes una semilla y te salen dos. Hicimos la visita en el mismo día. La madrasa es muy parecida a los conventos, con celdas pequeñas y patios grandes y luminosos. Alejandro me comentó que seguramente se debía a que se necesita tranquilidad de espíritu y silencio para desenredar los versos crípticos de cualquier texto considerado como sagrado ya sea el Corán, la Biblia o la Torá. Como casi siempre hago cuando empieza a hablar de religiones, me alejé lentamente pues es un tema que no entiendo. Sin quererlo, al huir me escurrí dentro de una mezquita justo a la hora del rezo. Como no quería ser irrespetuoso y parecer un turista que cree que las mezquitas son, igual que las iglesias cristianas, centros de interés turístico simplemente imité a los fieles que se tendían sobre sus tapetes con devoción y me puse a rezar. Nadie notó mi presencia y al terminar pude alcanzar al grupo que ya se dirigía rumbo a un mausoleo que en su tiempo fue mezquita. Fingí estar impresionado de estar dentro de una mezquita. No compartí mi secreto mas que con Alejandro y se puso tan contento con mi respeto que me compró casi 300 g. de dátiles.


A día siguiente fuimos a Meknes, una ciudad muy parecida a Fez, pero en escala un poco menor. Pasamos como japoneses por la ciudad pues al día siguiente teníamos que salir a las 3:00 a.m. rumbo a Tánger, donde tomaríamos el ferry de vuelta a España. Nos esperaba la última parada del viaje: Granada.

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